Los Balcanes retumban en Ucrania*

Un aeropuerto convertido en punto estratégico del conflicto, niños y mujeres refugiados marchándose en bus de las zonas calientes, gente mayor que solloza hablando un idioma eslavo, el debate sobre la necesidad o no de armar a los que peor armados están y son -para nosotros- los buenos de la película, la creación de fuerzas de Intervención rápida que deben responder frente las atrocidades de los ejércitos en liza, cascos azules que teóricamente funcionan como fuerzas de interposición y terminan sellando las nuevas fronteras generado por el conflicto, la violencia sexual contra las mujeres como arma de guerra, altos al fuego que se pactan y no se respectan, combates atroces hasta el último momento para conseguir mejorar las posiciones antes de la llegada del alto-el-fuego, las grandes potencias sin una estrategia a largo término más que intentar parar la guerra y Europa de nuevo sin una sola voz clara –porqué negocian Hollande y Merkel y no la nueva Ms. Pesc?-... y por encima de todo el ensañamiento contra la población civil, la verdadera víctima del conflicto.

Todo lo que ocurre en los últimos tiempos en el este de Ucrania recuerda trágicamente a las Guerras de los Balcanes de los 90, singularmente la de Bosnia. De hecho, el mismo nombre Ucrania tiene la misma raíz que la región de la Krajina croata, en posesión de los serbocroatas de 1991 a 1995 y reconquistada ese año por las fuerzas croatas: tierra de frontera. Ucrania es, efectivamente, una zona donde colindan dos mundos, occidente y oriente, hablantes del ucraniano en la zona occidental, del ruso en la oriental. Preeuropeos los unos, prorusos los otros. Actores en conflicto no especialmente distintos, pero con pulsiones de futuro en direcciones opuestas. Más divididos por el futuro que por el pasado. Y con aliados cruciales fuera del estricto teatro de guerra: si en los Balcanes los serbobosnios pudieron sobrevivir básicamente gracias al apoyo de la madre Serbia, aquí los prorusos han ido conquistando terreno gracias al descarado apoyo de Vladimir Putin.

También la solución parece que pasa por algo parecido a Bosnia -o a Irlanda del Norte-: uno de aquellos acuerdos escritos para que todo el mundo puede interpretarlos como quiera porque contienen elementos para que todo el mundo pueda venderlos a su bando: la integridad territorial de Ucrania, de iure, no se cuestiona pero de facto la zona controlada por los rebeldes rusos quedará bajo su control, con una amplia autonomía que tendrá que plasmarse en una reforma constitucional.

Nos quejamos de nuestra democracia de baja intensidad y hacemos bien, pero conflictos como estos, en entornos donde la cultura democrática brilla por su ausencia, nos recuerdan que la guerra es solo la (penosa) continuación de la política cuando está ya no da más de si. Y también que, cuando se consigue acallar las armas gracias a la mediación de la comunidad internacional, la política retoma el mando… justo donde las armas lo dejaron. Validando, pues, lo que ha pasado sobre el campo de batalla. Además, en aquel momento, las cámaras de televisión ya han desaparecido del mapa... y se dirigen a toda velocidad hacia otro conflicto.

Bosnia generó a mediados de los noventa una gran ola de solidaridad en Catalunya; uno se da cuenta de ello cuando asiste a alguna actividad que se organiza aún apelando a aquella realidad. Y sin embargo, en el caso de Ucrania, ahora no hay prácticamente nadie organizando convoyes de ayuda humanitaria como entonces o expresando su rechazo enérgico en grandes manifestaciones. ¿Nos queda demasiado lejos, Ucrania? ¿Tendrán que morir los cien mil de Bosnia?

* Article publicat a la web de El Periódico de Catalunya.

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